Parece que, para este 2017, nuestra coyuntura económico-empresarial empieza a vislumbrar un final al gran letargo en el que se sumió hará ya casi una década. Algunos dirán que es gracias al acierto de las medidas de política económica tomadas por el Gobierno, otros dirán que ha sido gracias a las directrices de austeridad marcadas por la Unión Europea y los menos, quizá, pensaremos que el dinero y la demanda de consumo interno empieza a moverse, sin apenas estímulos serios, simplemente porque (para quien ha tenido la fortuna de mantener su empleo y su poder adquisitivo), está aburrida de estar escondida y temerosa. La vida no es tan larga como para perder diez años sin satisfacer aquellas necesidades o deseos de consumo que nos hacen disfrutar de la misma.
Todos hemos hablado, y seguimos hablando con gran preocupación, de los 3,8 millones de personas que todavía están pendientes de recuperar un empleo (llegamos casi a los 6 millones), pero pocos han hablado de los 16 millones de personas (casi 18 millones en la actualidad si nos atenemos a la cifra de afiliados cotizantes a la Seguridad Social) que, bajo una fórmula u otra (trabajadores por cuenta propia, por cuenta ajena, funcionarios, etc.) han estado ocupados y percibiendo rentas, ni tampoco han hablado de los pensionistas que, mal que bien, también han ido percibiendo sus rentas, afortunadamente para muchas familias.
De lo poco que se ha hablado de estos colectivos durante la crisis ha sido, básicamente y hasta las puertas de las últimas elecciones, para subirles los impuestos y recortarles prestaciones, con lo que, con el susto continuo en el cuerpo, todas estas personas han pensado (los que podían) en reducir sus consumos a mínimos y reducir sus deudas al máximo por aquello de ¿y si…? Es lo que suelen pensar aquellos a quienes rodea la incertidumbre, a diferencia de cómo pensábamos y sentíamos antes del 2008 cuando estábamos subidos en la cresta de nuestra gran ola de la especulación inmobiliaria y financiera.
Pero bien, digerido todo ello y acostumbrados por imperativo a la situación emocional que nos ha tocado vivir, empezamos a ver (quienes pueden, esos que ya son casi 18 millones) que igual podemos empezar a gastar un poco más sin poner en peligro nuestra estabilidad, por lo menos a corto plazo, aunque eso de la vivienda en propiedad sigue tirando mucho en nuestra cultura y parece que la gente se anima a endeudarse a largo plazo de nuevo.
El único impulso que permite el crecimiento económico y, en consecuencia el incremento del empleo, es el aumento de la demanda (de consumo y de inversión) de productos y servicios, ya sea interna o del exterior. Parece que ambas empiezan a moverse, si bien la segunda hace ya tiempo que le tomó, afortunadamente, la delantera a la primera, esperando que la primera no incremente en exceso las importaciones, por el bien de nuestra balanza comercial.
Si las expectativas de crecimiento de la demanda interna y externa se confirman, se confirmarán también las de un crecimiento consolidado del empleo, lo que significa que nuestro mercado laboral empezará también a desperezarse de su longeva siesta, aunque necesitado de algunos cambios con respecto a su funcionamiento de antes del inicio de la crisis. Seguramente, si algo ha enseñado (una dura lección) a las empresas de nuestro tejido económico esta crisis, es la imperiosa necesidad de ser competitivos, es decir, la imperiosa necesidad de apostar por la eficiencia, que, a su vez, depende de los resultados del trabajo y éstos de la calidad de los trabajadores y empleados, es decir, de su cualificación.
No es normal, o no debería serlo, que en una economía desarrollada una caída acumulada de alrededor de 6 puntos en el PIB en cinco años tenga como consecuencia una caída de la población ocupada de un 18,5 % en ese período. Algo no ha estado bien dimensionado en nuestro tejido productivo. Cabe esperar, por lo tanto, que el tan ansiado crecimiento del empleo se produzca lentamente, acompañado a corto plazo por la gran precariedad que ya demuestra, y con una alta exigencia cualitativa.
Aunque con retraso con respecto a otros sistemas productivos de nuestra Unión Europea, la cultura en nuestras empresas está cambiando por exigencias del mercado (competitividad basada en la eficiencia y la productividad) y hará cambiar la mentalidad de empresarios y trabajadores, o eso esperamos. Los consumidores, que a la vez somos también trabajadores y empresarios, somos cada vez más exigentes, ya que queremos más a mejor precio y compramos a quien tiene la mejor oferta en términos de relación calidad/precio.
Ello tiene implicaciones tan serias como la de que no se va a tratar de valorar los esfuerzos (de empresarios y trabajadores) sino de valorar los resultados que sean capaces de conseguir: mejores productos y servicios, a precios lo más reducidos posibles y, simultáneamente, empresas rentables, puesto que ninguna empresa es sostenible si no es rentable, es decir, rizar el rizo.
No vale el más de lo mismo, sino el crear continuamente valor para el cliente, para el consumidor. Ello significa que no valen mediocridades o incompetencias en el desempeño del trabajo, sea éste una función directiva o una función operativa. Prepararse a fondo, por lo tanto, va a ser imprescindible para quienes quieran permanecer enganchados a un funcionamiento mercantil y social de los mercados, incluido el laboral, que poco o nada va a tener en común con respecto a cómo funcionaba antes de la crisis: aquello no va a volver.
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Dr. Óscar Coduras Martínez, director del Máster Universitario en Administración y Dirección de Empresas y director del Posgrado en Desarrollo Directivo.